Resumen:
Un par de jueces federales le ha ordenado al INE detener el proceso de elección que, en los hechos, demolerá la independencia del Poder Judicial, y todavía falta ver la opinión de una Suprema Corte que ha votado ocho contra tres por atraer el caso alrededor de su inconstitucionalidad. Pero nada de eso importa en los hechos.
Transcripción:
Un par de jueces federales le ha ordenado al INE detener el proceso de elección que, en los hechos, demolerá la independencia del Poder Judicial, y todavía falta ver la opinión de una Suprema Corte que ha votado ocho contra tres por atraer el caso alrededor de su inconstitucionalidad. Pero nada de eso importa en los hechos.
Desde que las expresiones de alarma de las casandras de costumbre cayeron, una vez más, en oídos sordos cuando el nuevo partido de Estado se carranceó ilegalmente una supermayoría legislativa que no ganó en las urnas, cualquier controversia o acción para enmendar esos yerros legalmente, civilizadamente, no pasará de ser un performance, una comparsa, como aquellas elecciones que por décadas hizo el PRI acompañado de esa oposición testimonial que presentaba candidatos que recorrían el país arengando en las plazas y reuniéndose con grupos de interés cuando, desde el año anterior, todos sabíamos, en el momento justo cuando el dedo ungidor se posaba sobre la testa elegida, quién sería el siguiente presidente.
Hoy, como en aquellas épocas que creíamos pasadas, la democracia y el estado de derecho se han convertido en una pantomima, en palabras buenas sólo para los eslóganes y diatribas diseñadas para consumo acrítico y masivo del pueblo bueno, aunque en los hechos ese pueblo no tenga la menor importancia a los ojos del poder; luego de seis años de extorsiones, embutes, acosos y amenazas, el Legislativo, el INE, el Tribunal Electoral y la Comisión de Derechos Humanos obedecen hoy no a los intereses ciudadanos, sino sólo a los del caudillo, mientras que el Judicial y las demás instancias que antes servían como contrapesos están a punto de sucumbir. Las instituciones y las ONG que sobrevivieron los continuos embates desde el Estado están acogotadas, la libertad de expresión opera bajo amenaza, el Palacio interviene groseramente, con recursos que debían ser públicos, en los procesos electorales, y la fuerza policial sólo se despliega en forma cuando obedece a un fin político.
Luego de la Revolución los caudillos se pusieron de acuerdo para evitar más baños de sangre, turnándose ordenadamente la silla entre facciones, creando para tal fin un partido que normaba quién era el mandamás durante un sexenio al tiempo que los perdedores se lamían las heridas y esperaban su turno. Mientras, los gobernados eran alimentados con un populismo barato y resentido y el ejército se mantenía al margen de mayores ambiciones a cambio de abundantes prebendas para sus generales. La dictadura perfecta, pues. Hoy esa hegemonía vuelve a servirle a un solo hombre, pero ya no por seis años, con la actual Presidenta ostentando quizá el bastón, pero no el mando.
Nadie sabe si los jueces de la Suprema Corte optarán por no ser comparsa de esta nueva dictadura mexicana. Lo que es seguro es que, de ser así, Morena se va a pasar su decisión por los tropicales dídimos: en los hechos, por la vía del sufragicidio, México tiene desde el 2 de junio de haber dejado de ser un país democrático y regido por un estado de derecho. Ojalá no nos tardemos otros 70 años en darnos cuenta.